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Las cosas que quedan por decir.

Me costó un poco volver a escribir, puede ser por tiempo o que la cabeza en estos días es una avalancha de cosas nuevas. Sin embargo, hay algo que tenía en mente y que quisiera compartir en este momento. Dentro de todas las patologías emocionales que padezco, una de las peores es el silencio crónico. Es curioso cómo, con el tiempo, uno empieza a ver que pudo hablar las cosas más irrelevantes pero que, todas aquellas que sí eran importantes para uno, quedaron en el tintero ya sea por cobardía o por falta de elocuencia. Yo soy de esas personas que no conoce puntos medios y, cuando se trata de hablar sobre cosas importantes, debo ser de las menos hábiles también. Desde un embarazo perdido hasta tratamientos médicos relevantes: he ocultado las cosas más importantes mientras me perdía en discusiones absurdas como, por ejemplo, por qué encuentro tan guapo a Kurt Cobain (sí, tuve una acalorada discusión por esto, pero eso es tema para otro momento). Probablemente es esta misma pato
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Las malas decisiones: lecciones de vida.

Todos tenemos esa amiga que se caracteriza por tomar la peor decisión cuando de materia amorosa se trata. Aquella que viendo una señal de "Pare" decide no detenerse, o que al ver la señal de "Peligro, zona de curvas" decide meter pie al acelerador. En mi grupo de amigas (en cualquiera de mis grupos de amigas) es fácil decir quién es esa amiga: simplemente soy yo. Es una suerte de patología, un mal crónico de las adoctrinadas por Disney y las teleseries de la tarde. Aquí va, entonces, una serie de lecciones que he sacado de mis malas decisiones: Primera lección: Él no va a cambiar por ti. Lo aprendimos de las teleseries: la heroína (generalmente sacada de contextos vulnerables o una vida sumamente dura) siempre se fija en un inválido emocional. En María la del Barrio está Fernando; machista, borracho e irresponsable que finalmente se ve transformado por el poder del amor. En Betty la Fea el incapacitado es don Armando, un tipo con un miedo compulsivo al

El pololo malo: El jamón o historia de un rompimiento.

Todos los quiebres amorosos se vuelven con el tiempo memorables. Hoy en día incluso las redes han creado términos para las formas modernas de rompimiento (ejemplo de esto es el ghosting). Asimismo, aparecen constantemente artículos y listas que nos bombardean con títulos como "Canciones para superar una ruptura", "Pasos para dejarlo ir" o "Películas de desamor que debes ver si acabas de romper". Ahora, podemos romper por Whatsapp (el síntoma máximo de lo millenial) e, incluso, podemos simplemente no romper y dejar de reaccionar a las publicaciones de alguien.  Así son las cosas hoy, pero antes, diez años atrás, se terminaba de frente y eso hacía que, inevitablemente, el rompimiento se convirtiera en una anécdota.  Mi mejor término fue con ese pololo malo, quien desde ahora se apodará Andrés. Llevábamos ya un tiempo mal (probablemente los últimos doce meses), era sábado y yo trataba de ponerme al día con todas las lecturas que dejé pendiente durante

El pololo malo: punto de partida de cada desgracia amorosa.

Es una frase repetitiva y que he llegado a odiar, pero es un evento que también he escuchado de forma tan recurrente en las historias de otras personas que es imposible no replicarla: todas las mujeres hemos tenido un pololox de mierda en nuestras vidas. Es como una verdad absoluta, astrológica, algo que Pedro Engel te diría en el matinal para darle sentido a esa relación que te echó a perder por más tiempo del que era necesario (porque, simplemente, no supiste o no quisiste salir de ahí a tiempo).  Claramente yo no soy la excepción a esta verdad ancestral, pero la vida se pasó un poco conmigo con el pololo malo que me tocó. A muchas amigas les he escuchado decir: "te tocó uno de los peores". Con los años aprendí a tomarlo con humor y verlo de esta forma, sin embargo, cualquier persona que haya compartido esos años conmigo sabrá que enloquecí temporalmente y que me tomó un par de años más (y algunas terapias) el volver a mis sentidos. La relación se extendió por algo

Declaración de intenciones.

Hace tiempo le he estado dando vueltas a la idea de narrar diversas historias que han conformado mi propia teleserie sentimental. Es una suerte de tópico recurrente, un tema que progresa de forma veloz y que, si hubiera que definirlo desde la cultura de las redes sociales, podría sintetizarse en: "wow, esto escaló rápido". Se trata de amor, aventuras pasajeras y otros sucedáneos: una suerte de autoficción en torno a las diversas anécdotas de corte amoroso que han configurado en gran parte mi fuente de sabiduría (y muchas veces estupidez). Si el amor hay que escribirlo, ¿por qué no escribir sobre esas otras hierbas tangenciales? Aquí empieza entonces la aventura de recopilar y narrar de forma fragmentaria distintos momentos que, sin afán de ofender a nadie, saldrán desde mi perspectiva, porque conocer el otro lado de cada recuerdo es una tarea difícil que, por ahora, no me interesa emprender.